miércoles, 7 de agosto de 2013

Néstor Quena Aprendió, en Potosí, a tocar el instrumento con el que se gana la vida de adolescente.



El bullicio citadino, la tan conocida contaminación acústica, se ha convertido en el pan de cada día de las grandes urbes y poco a poco se apodera también de otras más pequeñas con el rugir de motores, los bocinazos, altavoces y parlantes y el propio hablar de la gente. Sin embargo, en medio de esta bullanguera existencia, algo hace más llevadera la cotidianidad: la música callejera.

En la capital del folklore, Oruro, es Néstor Quena, quien ronda los 50 años de edad, el que le da un soplo de alegría y buenas vibras a los transeúntes del centro de la ciudad. Lo hace con su acordeón, con el que aprendió a interpretar una diversidad de géneros musicales, lo que a veces acompaña también con su voz. Lo ejecuta sin mirar, y no sólo porque domina el instrumento; es invidente de nacimiento.

Néstor afirma con convencimiento que la gente se alegra al oír su música: “Por eso no me canso de tocar todos los días. En realidad, ayudo a sobrellevar los problemas que tienen las personas. ¿Qué ser humano no tiene problemas?, no es vida si no se tiene problemas, pero hay momentos felices y ésos hay que aprovecharlos”, reflexiona.

Este músico callejero, al que a veces se lo ve acompañado de un guitarrista y, en otras oportunidades, de un hombre que tañe la pandereta, nació en Oruro y a los 17 años comenzó su relación con el acordeón, en Potosí. Lleva a cuestas el artilugio musical con el que se gana la vida, al que acompaña con una poderosa voz, que retumba en la calle Bolívar en la que, desde tempranas horas, se acomoda (cerca del Banco Mercantil-Santa Cruz) para amenizar las jornadas.

En un arranque de meditación, pide a los jóvenes que tomen conciencia de lo que hacen. “La juventud es un momento, sólo es una etapa y hay que aprovecharla para hacer bien las cosas y respetar al prójimo y no dedicarse a la mala vida”, recomienda.

Durante el transcurso de la conversación, se oye de tanto en tanto el clin clin de las monedas que caen al fondo de una taza de plástico que está amarrada cerca del fuelle del instrumento. Niños, ancianos, profesionales, campesinos, mujeres de pollera y hombres en corbata contribuyen a su supervivencia en señal de solidaridad y —pensando como Néstor— en agradecimiento por la música que les regala.

Nadie lo ignora y es que él se ha convertido en un personaje indiscutible de una de las calles más céntricas y concurridas de Oruro.


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