Purgando un destierro sin fecha de caducidad, confinado al perímetro interior de los muros de la "Nueva Roma", refugiándome de la ritualidad consumista en uno de esos reductos de racionalidad que son las bibliotecas públicas americanas, me topé con un inesperado hallazgo: en la biblioteca de la Universidad de Stanford, bajo el folio de Crónicas en español, figuraba un ejemplar del testimonial de Jorge Fajardo Fernández: "Oruro del Novecientos", una crónica del siglo de oro de la ciudad de Oruro, conservada en los catálogos académicos por su valor de reseña del estado del arte, lograda con el método de crónica testimonial y compilación de narrativas orales.
En ella figura, entre muchos otros textos de igual valor histórico, una crónica reivindicativa sobre la gesta del 10 de febrero, fecha que por inexplicables motivos la historiación oficial republicana ignoró o pretendió ignorar, y que sólo gracias a otra gesta particular, proporcionalmente meritoria - la de Adolfo Mier y León -, logró ser restituida en su justa trascendencia para la historia boliviana.
Hoy ya nadie discute que Oruro fue, el 10 de febrero de 1781, la primera región de la América hispana en proclamar la insurrección independentista. Sin embargo, hasta 1884, Oruro fue marginada de cualquier protagonismo en la construcción de la independencia.
"Oruro del Novecientos" denuncia el simplismo de los historiadores altoperuanos que consignaron el alzamiento de febrero de 1781 cual una secuela tributaria de la rebelión indígena de Tomás Catari y Túpac Amaru, obviando los pormenores y las contradicciones internas de una rebelión polifónica y compleja.
A decir de Jorge Fajardo, fue Mier quien descubrió, en el Archivo General de la Nación Argentina, la "Relación Histórica", tomo quinto, de la "Colección de obras y documentos relativos a la historia moderna y antigua de las provincias del Río de la Plata", del historiador ítalo-argentino Pedro de Angelis, que da cuenta de la verdad sobre el alzamiento en la colonial Villa de San Felipe.
Esta compilación de fuentes documentales de primera mano recogió, allá por 1836, la historia de los territorios de la Confederación de Provincias Unidas del Río de la Plata, y entre ella los pormenores de un capítulo hasta esa fecha inédito en las crónicas altoperuanas: la proclama independentista pionera de Sebastián Pagador.
La crónica de Angelis recoge el texto del manifiesto, quizá sin la grandilocuencia ni los arreglos retóricos de posteriores versiones laudatorias, pero con toda la contundente concisión de que fue capaz un sargento mestizo de clase media que trabajaba como dependiente y custodio de las Arcas Reales:
"Amigos, paisanos y compañeros, en ninguna ocasión podemos mejor dar evidentes pruebas de nuestro amor a la patria sino en esta; no estimemos en nada nuestras vidas, sacrifiquémoslas gustosos en defensa de la libertad, convirtiendo toda la humildad y rendimiento que hemos tenido con los europeos, en ira y furor", habría dicho Pagador.
Fue el breve, parco y sencillo grito de un pueblo con hambre, de un dependiente de tesorería indignado con la inequidad de un sistema colonial que succionaba hasta la ultima onza de metal del rico suelo de la Villa de San Felipe de Austria, mientras veía languidecer en la miseria y el hambre a sus habitantes.
Al final, las revoluciones - las verdaderas - no emergieron por virtud de las elocuentes elucubraciones de filósofos, ni cabalgaron detrás de los elevados fines del iluminismo. Fueron gritos súbitos y espontáneos de hambre, de frustración y de desencanto, proferidos por criollos de a pié, que solían levantarse y acostarse sin mayor preocupación que el pan en la mesa de los hijos al día siguiente.
Adolfo Mier en todo caso no quiso reivindicar para Oruro el origen genealógico de un patricio ilustrado, ni la paternidad de la sesuda inauguración de una era independentista bajo el guión de Von Humboldt y Voltaire. Mier restituyó, en justicia, la memoria del primer alzamiento contra la inequidad de un sistema de despojo que se derrumbaba en todo el continente, pero que tuvo que haber empezado en algún lugar.
La revolución de Oruro fue caótica, desorganizada, imprevisible, como lo son todas. De ahí que el agitador criollo que inició la revuelta para proteger los ingresos de la ciudad de la angurria realista, cayera muerto a manos de los indígenas insurrectos que le disputaron el control de la caja de caudales y la financiación de la subversión.
A desdén del discutible y dudoso mérito de haber descubierto un inédito iluminado, el mérito de la obra de Pedro Angelis, de la investigación de Adolfo Mier, de las crónicas de Jorge Fajardo está en la inagotable búsqueda de los hombres sencillos por restablecer el orden de los acontecimientos, por conocer la justa y precisa secuencia de los hechos.
Esa es al final la humilde tarea del historiador, del cronista de una época: no sacar del olvido preclaras mentes ni traer a la luz a patricios olvidados, sino devolverle a un pueblo la memoria de su capacidad de cambio, del potencial transformador de un ciudadano cualquiera, inspirado no por ideales abstractos sino por hambre, amor filial y afán de autodeterminación.
Bajo esa premisa, Adolfo Mier, Jorge Fajardo y decenas de orureños igual de meritorios, fundaron y condujeron por más de un siglo la Benemérita Sociedad 10 de Febrero, una entidad de desarrollo nominada así no en honor a una fecha o al protagonismo de Oruro en la insurgencia independentista, sino como recordatorio de nuestra capacidad como región de unirnos y rebelarnos contra las coyunturas adversas para reescribir nuestra historia. Ese es, en buenas cuentas, el mejor testimonio de nuestro liderazgo y vocación de desarrollo como región.
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